miércoles, 21 de enero de 2015

EscatoRunner


Runners del mundo: Si paráis en vuestro horario laboral y en vuestros quehaceres diarios a satisfacer vuestras necesidades fisiológicas ¿Cómo no lo vais a hacer corriendo?

Triple placer: correr, parar, aliviar y seguir corriendo. No renunciéis a la rugiente y perentoria llamada de la naturaleza.

Hay gente tan morbosa con estos asuntos que mira el tiempo que ha parado en el alivio para luego contabilizarlo en sus controles de entreno bajo el eufemístico nombre de parada técnica. Paradas técnicas de este tipo hay dos: cagar o mear o, como diría algún runner de la RAE: defecar y miccionar. (Runner y RAE juntas deberían causar una explosión)

He aquí una guía para hacerlo correctamente:

1.- Apártate del camino para cualquier necesidad pues quien venga detrás de ti puede llevarse tu ADN y tu olor a casa. O peor: mañana puedes ser tu quien pise tus propios residuos.

2.- Nunca pasa hasta que pasa. Jamás has tenido la necesidad de adoptar la postura del cuatro (ellos que para ellas es mas habitual) para eliminar residuos sólidos pero cuando esto ocurre ¿Dónde está el papel? Sugerencias:  usa piedras (raspan); unos de tus calcetines (mejor medias compresivas); camiseta vieja del MAPOMA; papel satinado que había por allí (no recomendable)…

3.- No es malo parar un minuto para soltar esfínteres. Te aseguro que es mucho peor no parar ese minuto.

4.- Maneja el trasiego de prendas de forma ordenada o tendrás que parar para subirte las mallas o correr como un pingüino.

5.- Para la evacuación sólida separa bien las piernas. Tus zapatillas agradecerán no volver con salpicaduras. Ahí dejo eso.

6.- He visto corredores con manchas en la ropa que no se van a ir en un solo lavado.

7.- Cuando salgas a correr y ocurra alguno de los dos hechos no es necesario que te acuerdes de mi. Te lo agradeceré.

 

Para cualquier añadido, apéndice o corrección no dudes en dirigirte a mi que lo solventaremos con las correspondientes enmiendas.

No me digas que no es un post de mierda.

martes, 20 de enero de 2015

Metódica Venganza 2


Si quieres leer el Capítulo 1 clica en el enlace
 




 
La percepción del dinero cambia en función de cuanto dispongas. La percepción de la muerte lo hace en función de su proximidad. Yo tengo poco dinero y a otros les queda poca vida pero esto no lo saben y pasan sus últimas horas derrochando ambas.

Treinta céntimos por una barra de pan se me antojaban, de repente, un precio abusivo por un alimento de absoluta necesidad  así que me veo obligado a cometer mi primer delito serio: robar.

Busco una tienda china a la que no vaya a volver jamás. Espero a que nadie me mire pero tengo la seguridad de que el dependiente me vigila por las cámaras; siempre lo hacen. Cojo una barra de pan y salgo corriendo con un temblor en las piernas que dificulta la carrera.

Con los dientes apretados hasta casi sangrar miro con agudeza vital la esquina con la certeza de que allí me esperan los miembros de alguna triada dispuestos a descuartizar mi cuerpo y diseminar  los trozos y órganos entre los negocios que controlan para hacerlo desaparecer. No ocurre nada y planificar el robo de un casino en Las Vegas ahora no me parece tan complicado.

Al final, con tantas emociones, se me ha quitado el hambre, sigo con mis 7,20 euros en el bolsillo y he aumentado mi patrimonio con una barra de pan.

Soy nuevo en esto del matar así que necesito un plan sencillo, muy sencillo, que esté acorde a mi voluntad y a mis capacidades. Un plan que podría resumirse en algo parecido a mirar a los tíos cara a cara y descerrajarles un tiro a bocajarro a cada uno. No sé donde conseguir una pistola, balas y mucho menos soy capaz de acertar con dos disparos en la cabeza de dos tíos que, a buen seguro, no se quedarán quietos. Busco un plan B: matarlos como sea.

Ninguno de los dos planes me convence; son muertes demasiado rápidas. No, el plan debe consistir en cogerlos, llevarlos a algún sitio tranquilo y una vez allí desarrollar mi fructífera y siniestra imaginación. Si he podido robar el pan también puedo hacer esto.

Estoy totalmente seguro de que mi absoluta voluntad de matarlos, mi deseo de venganza que anega lo que pudiera quedar humano en mí y la falsa invulnerabilidad en la que habitan esos perros son las mejores armas de las que puedo disponer. ¿Qué puede fallar?

He de descartar factores que compliquen la ejecución y la policía es uno de ellos. Un día u otro me cogerán así que no voy a ir escondiéndome de las cámaras o tomando precauciones similares que me alejen de mi objetivo vital. Evitar a la policía es algo que no puedo controlar, y si no puedo controlarlo no quiero gastar energías.

La puesta en marcha del plan ha de ser rápida por dos motivos. Uno egoístamente ético: Seguir actuando bajo la lucidez de la ira desbordada buscando una justicia malentendida. Otro práctico: que no se me acabe el dinero o tendré que pasar por la vergüenza de tener que tocar  Paquito el Chocolatero con una flauta vieja en los vagones de metro.

Necesito ciertas habilidades y conocimientos de los que carezco pero, y esto es lo más grave, tampoco conozco a quien pueda enseñármelos. Eso sí, tengo mis zapatos de piel marrón y tacones de cuero y nadie que los necesite puede negarse a cambiarlos por un pequeño retazo de conocimiento.

 Un vagabundo los acepta y se compromete a ponerme en contacto con  la persona que me enseñará a abrir coches, en concreto de la marca Audi; el resto de las marcas no me importan y considero que es un conocimiento que no volveré a usar jamás.

Tras el trueque salgo ganando sin lugar a dudas: cambio zapatos por zapatillas que, aunque agujereadas y sucias son mucho más cómodas. El vagabundo – un polaco con una desgraciada historia de amor macerada en alcohol - comparte una lata de atún y un cartón de vino que maridan perfectamente con mi pan y con el hambre atrasada de ambos. Y, sobre todo, me da el nombre de quien puede mostrarme el camino más corto y rápido al interior de un Audi blanco.

 Mi maestro en las artes del hurto tiene otras necesidades y acepta como pago mi móvil de última generación con el bonus añadido de los videos placenteramente comprometedores de mis parejas excesivamente ocasionales.

En cuestión de tres horas y cuarenta y seis minutos soy capaz de abrir un Audi.

Dice que nunca había visto nada igual, le digo que me la trae floja y me da un consejo justo antes de despedirnos  mientras el humo de un canuto colgado de sus labios dibuja aterradoras figuras en el gélido aire:

- Si jodes a esos capullos no pararan hasta matarte.

- No harán nada a nadie, no te preocupes.

- Ellos no, su banda.

Me parece un consejo lo suficientemente sensato como para obviarlo y me dirijo al parking de la hamburguesería. Espero, espero, espero, sopeso mínimamente la posibilidad de dejar la ira aparcada junto a cualquier coche e implorar para que me readmitan en el trabajo; la desecho, y cuando empiezo a flaquear por el hambre, el frio y no tener nada que leer aparece el Audi blanco con matrícula 0013HHH.

Se bajan del coche asegurándose que se vea la esvástica tatuada en el antebrazo de uno de ellos y la calavera en el cuello del otro. Parece que este mundo no basta con ser gilipollas si no que, además, hay que hacer ostentación pública de ello.

Me han visto y se encaminan hacia mi gritándome con su torva mirada que la broma está empezando a joderles, aunque no más que una mosca cojonera a la que se pueda aplastar como diversión cuando lo consideren oportuno. Y están empezando  a considerarlo oportuno.

- Vaya, parece que al pringado de la corbatita roja no le quedaba más dinero que el que llevaba en la cartera.

- Me quedan más euros que horas de vida a vosotros.

Al ver el fondo de su mirada consideré, brevemente, que la venganza ya no parecía tan buena idea como hace unas horas. La carcajada autosuficiente de uno de ellos resquebraja la confianza infinita del otro que no veía con apasionado optimismo que alguien les jodiera la comida dos días seguidos.

No habrá un tercero.

Son las 14:17, sigo teniendo mis 7,20 €, mis pies están más descansados y mis pensamientos solo apuntan hacia ellos.

Comienza el espectáculo.

miércoles, 14 de enero de 2015

Metódica Venganza 1


Soy un tipo tranquilo, determinado y perfeccionista. Cuando me tocan los huevos me convierto en un tipo obsesivamente paciente, obsesivamente determinado y obsesivamente perfeccionista.

Ayer me los tocó algún carterista al robarme la cartera y, tras dejar mi trabajo para dedicarme única y exclusivamente a buscar una venganza totalmente desproporcionada, estoy sentando en el mismo Burguer King donde alguien firmó su sentencia de muerte a cambio de 40 putos euros.

 Veo caer la lluvia e interpreto un futuro en el lento discurrir de las gotas sobre el cristal: Pinta un futuro rojo y espeso, espero que no sea el mío.

No olvido una cara que haya pasado más de diez segundos junto a mi así que, si el hijo de perra estuvo ese tiempo cerca, lo veré entrar e iniciaré un acoso sutilmente agobiante hasta acabar con su vida de forma desesperantemente lenta y placenteramente dolorosa. Ya dije que la venganza sería desproporcionada pero, reconozcan, que están deseando ver cuán desproporcionada es.

Ahí están, son dos. Mejor; reto doble.

Dejo que me vean sentado, disfruto levantándome con meditada lentitud y pongo mi mejor sonrisa de adorable hijo de puta mientras me acerco a ellos. Dudo que esta sonrisa acojone a nadie o que yo sepa cómo es una sonrisa de adorable hijo de puta pero me gusta pensar que la llevo puesta a modo de absurda reafirmación.

Me han reconocido y malgastan una risa despectiva en esos labios que pienso rajar hasta que asomen sus dientes partidos a golpes y ver su sangre brotar oscura y espumosa. No me afecta: sé lo que tengo que hacer y cómo pero desconozco cuales son las consecuencias que este asunto pueda acarrearme. No está hecha la venganza para pensar en las consecuencias.

Estoy a un metro de ellos, yerguen los cuerpos, ensanchan los hombros y me miran con suficiencia. Les digo con voz lenta y perfectamente modulada:

-          Me importa una mierda lo que hayáis hecho con mi cartera. Os voy a matar.

-          ¿Tú y cuantos más, hijo de puta?

-          Que más te da, los muertos no sabéis contar.

Piden sus menús, esperan a ser servidos mientras en su sonrisa asoma un leve rastro de sorpresa y salen para subirse en su coche: Audi Blanco. Matrícula 0013HHH. Es placentero saber que puedo matarlos y jugar con la ventaja de querer hacerlo.

Es martes, 14 de enero de 2015 y tengo 7 euros y 20 céntimos en el bolsillo. Estoy Indocumentado, sin tarjetas, con el dulce sabor metálico de la sangre acariciando mi alma, unos zapatos que me aprietan y una camisa blanca que será tan roja como la corbata. No voy vestido para matar pero ellos tampoco lo van para morir.

Empieza la caza.

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lunes, 27 de octubre de 2014

Cátulo, ese entrañable hijo de puta


¿Es posible vivir durante años en las madrigueras de Madrid bebiendo café en sus bares y comiendo de las tarteras robadas en los vagones?

¿Es posible que un pasado oscuro y un negro presente empujen a un abismal futuro?

¿Por qué el gobierno se interesa en que un crimen insignificante quede resuelto de la forma más discreta posible?

¿Por qué muere de forma tan atroz la única periodista que lo investigaba?

¿Son reprobables todos los asesinatos?

¿Es Cátulo - cuya ética y moral bailan abrazadas al son del tintineo de las monedas - la persona adecuada para resolver un crimen y matar a su autor?

Pagar más al mayor hijo de puta no siempre es un acierto.

Llegó el momento de dejar de leer y llega la hora de escribir.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Capítulo 4

Con la complicidad que dan los años de amistad, ambos caminaron bajo el ya implacable sol de la ciudad en silencio, comprobando Cátulo que César estaba bien pues seguía sumido en sus intelectuales disquisiciones sobre vaya usted a saber qué y, al mismo tiempo, César también comprobaba el buen estado de su compañero al verlo sumido en sus lujuriosas ensoñaciones cada vez que pasaba una mujer.
César buscaba un lugar donde hablar y Cátulo esperaba encontrarlo pronto porque tenía necesidad de otro café y el aire acondicionado. Pero no, tenían que ir a hablar sobre un puente colgante que se asomaba al Rio Serpis y que, para ser verano, bajaba con bastante caudal. Eran tiempos extraños y más que lo iban a ser.
- ¿Qué te parece la ciudad?

- Lo que he visto me está resultando curioso.

- Más curioso te resultará saber que son, realmente, dos ciudades completamente distintas: La playa y la ciudad propiamente dicha.

Durante un breve instante miraron el trascurrir denso y espumoso de las aguas bajo el puente. No era buen presagio si César no pasaba al asunto directamente y empezaba a dar lecciones sobre urbanismo en ciudades litorales.
César arrancó la mirada del cauce no sin gran esfuerzo - parecía que el peso del mundo hubiera caído sobre el - y con la misma voz rota del agua al golpear las rocas con esa constante y violenta dulzura fluvial dijo:
-  ¿Cuánto hace que no matas?

-  Es algo en lo que prefiero no pensar, y si lo hago quiero pensar que fue hace mucho tiempo y siempre por interés o necesidad.

- Pues tienes que recuperar el tiempo perdido.

Volvió a pasar un segundo de esos que se hacen eternos y absorben todo el espacio y el tiempo que giran alrededor como si de un agujero negro  personal se tratara, estirándolo para no tener que preguntar:
-  ¿A quién?

César arrugó el morro como, si de repente, la idea de contarle a quien tenía que matar no fuera tan buena como cuando le llamó.
-  No es tan fácil

-  ¿Ha sido fácil matar alguna vez?

- Depende a quien tengas que matar, ¿no?

- No entremos en temas de ética y moral. Cuéntame la milonga y si me jodes mucho puedo tirarme al rio y asunto resuelto.

César tomó aire que entró hirviendo en sus pulmones y se congeló en su boca:
- En los próximos se citarán aquí de forma extraoficial los presidentes de Carpetia del Norte y Carpetia del Sur.

- Presidentes es la forma elegante que tenéis de llamar a unos dictadores hijos de perra, ¿verdad?

- Verdad, pero lo que tiene que preocuparnos no es eso. Lo que tiene que preocuparnos es que hijo de perra nos interesa más vivo y cual muerto.

- Pues dímelo ya.

- No puedo, no lo sé todavía.

- Yo creo que es fácil de saber ¿Dónde tenemos más intereses? –sacó el móvil y lo conectó – eso seguro que lo pone en la Wikipedia y te lo puedo decir ahora mismo.

César entornó los ojos y movió la cabeza entre la meditación y la resignación.
- Cátulo: No es lo importante donde tenemos más intereses ahora, si no donde los tendremos mañana y, aun más importante, si tenerlos en los dos países suma más que tenerlos en uno solo. ¿Nos interesa que siga la absurda guerra que hay entre ellos?

- Mierda – dio Cátulo en tono de burla sorda - siempre se me olvida que en el juego del  poder son más importante esos llamados intereses nacionales que las vidas humanas. Nunca aprendo ¿verdad?

- Siempre aprendes, pero no aplicas lo aprendido. Bien a lo que íbamos: Aunque ellos son la imagen pública del país, quienes realmente mueven los hilos son sus Ministros del Interior que, casualmente, también estarán aquí y serán los que negocien realmente esa paz para que luego, con gran presencia de cámaras y profusión de actos públicos, los Presidentes firmen una paz que no le interesa a ninguno de ellos.

- ¿Y qué pinto yo?

- Ellos negociaran lo que quieran y tú serás el observador de esas negociaciones oficiales. Pero luego, al acabar estas…se sentarán contigo y negociarás quien te ofrece más por matar al otro. – Cátulo cogió aire para decir algo pero era algo que ya sabía César – Y no, no vais a matar a los cuatro.

- Pero…

- El Ministro que te ofrezca más por matar a su presidente será el que ascienda a dicha presidencia y, como ya te imaginas, será un juguete en nuestras manos.

Inapelable argumento, sí señor, pero a Cátulo no se le había escapado un matiz en la conversación. Nunca se le escapaban.
-  ¿Has dicho que vamos a matar?¿Plural?

-  Ajá, esa es la parte que más te va a gustar: Ivo Kädric será el ejecutor.

De repente sintió como las gélidas y oscuras piezas que formaban el puzle de su alma saltaban en pedazos e iban a adherirse a épocas del pasado donde era la sombra de Kädric la que se proyectaba en sus peores pesadillas y en sus vigilias donde mataba, mataba y mataba disfrutando con ello. Y mató a alguien muy cercano, demasiado cercano para que la venganza no fuera el motor de la vida de Cátulo. Por ello César le hizo una oferta imposible de rechazar entre hombres razonables como ellos:
- Facilítale que mate y luego mátalo tú.

Y sin llegar a asentir César vio como en cada poro de la piel de Cátulo brillaban espesas gotas del veneno de la venganza.

Capítulo 3

El rítmico repiqueteo de los tacones retumbó en los muros de las viejas calles acompasando el trémulo parpadeo  de aquellos que no habían podido dormir, ni descansar el alma, desde que aquel extraño perro de sus sueños aullara desgarradoramente al paso de la inesperada sombra. Por algún extraño motivo encontraron relación entre los aullidos y los tacones; sería el inicio de largas noches sin dormir.

En su deambular errático, de repente, apareció el torreón de una muralla, vio que el lienzo no aparecía por ningún lugar, miró la hora, calculó que tenía tiempo, chasqueó la lengua y decidió buscar restos de la misma. Le gustaban las ciudades amuralladas y desconocía que Gandia hubiera sido una de ellas.

Con su conocimiento sobre murallas – que lo tenía – trazó los posibles ángulos en los que podría haber continuado, pensó como podrían haber trazado la misma, volvió a chasquear la lengua y vio en suelo clavados unos remaches que indicaban cual había sido el trazado.  Pensó, que los habitantes de las ciudades raramente miran el suelo de las mismas y, aún mas raramente, levantan la mirada.

Siguió los remaches llegando hasta el Paseo Germanías, dobló a la izquierda, caminó algo más de lo necesario  y se encontró con otro trozo de muralla soterrado en la entrada de un parking y que, curiosamente, aún conservaba restos de las antiguas canalizaciones.
¿Cómo sería la muralla? La respuesta la obtuvo en las fotografías que había colgadas en otro bar al que entró a tomar un café y disfrutar del aire acondicionado. Mientras miraba la foto el camarero le dijo que Gandia, efectivamente, había sido una ciudad doblemente amurallada y que dejó de serlo cuando las piedras utilizadas para su construcción fueron utilizadas para construcciones privadas. Una forma algo drástica de difundir el patrimonio histórico entre todos los habitantes y que tenía un nombre: expolio.

Miró la hora, pagó el café, agradeció la charla, preguntó por la Plaza Rei Jaume I, el camarero no la conocía, ¿Los palomitos? Ah, sí…se lo indicó. Dio las gracias y se marchó.

Llegó a la dichosa plaza y se dio cuenta que no habían quedado en ningún lugar en concreto. Iba a mandarle un mensaje a César cuando vio el edificio de la Biblioteca Municipal. No había que buscar más: allí estaría.

Y, efectivamente, allí estaba encorvado sobre vaya usted a saber qué libro. Cátulo sonrió al pensar que, mentalmente, estaría corrigiendo al autor sobre su propia obra como hizo, en su momento sobre Cervantes y el mismísimo Quijote mientras tomaban café de puchero sentados en una piedra sintiendo el suelo vibrar con las explosiones de las bombas que la artillería serbia lanzaba sobre Sarajevo al ritmo de 8 cada minuto. Jodido César.

Como si presintiera que allí estaba - y eso presintió al sentir una corriente inusualmente fría recorrerle la espalda - César levantó la mirada y lo vio. Le invitó a sentarse y, tras comprobar que todo iba bien, le habló sobre el carajal en el que iba a meterse:

-         - ¿Tienes algo pendiente con alguien?

-         - Cada vez que me llamas procuro dejarlo todo arreglado


César abarcó el alma de Cátulo con una infinita mirada llena de grises presagios y, desde la caverna de su propia soledad, le lanzó una nueva sentencia.

Capítulo 2

Con los tobillos intactos tras la bajada suicida del castillo, llegó a la ciudad y decidió medir la calidad de sus gentes tomando un café con leche en el primer bar que encontrara abierto. Le costó, pero como siempre pasa a esas horas encontró uno de esos bares que nunca sabes si acaban de abrir o es que no cierran nunca.

Los clientes mostraron de forma clamorosa la mas total indiferencia ante el recién llegado incluso, y eso era lo peor, el propietario del mismo que parecía estar leyendo el futuro en las burbujas de cerveza que a esa hora ya esgrimía como argumento para afrontar la vida.

Cátulo carraspeó y, cuando logró que el propietario apartara la mirada de sus predicciones, le pidió su ansiado café con leche, procurando no molestar demasiado mientras escuchaba las conversaciones de los parroquianos. Estos - desquiciados ya con la vida a esas horas de día - procedían a gritarse unos a otros a pesar de estar separados únicamente por 30 centímetros y sin que hubiera un martillo neumático cerca que les obligar a arrojarse palabras para poder entenderse. Gritos como forma de comunicación estaría muy presentes esos días.

Durante esas conversaciones se solucionaron todos los problemas que aquejan al país, a la ciudad e incluso aquellos que aquejan a la sobreexplotación de los recursos pesqueros. Se habló de guillotina e, incluso, de repartir los bienes de la iglesia como si esa idea fuera original sin saber que, dos bares mas allá, esas ideas también se desarrollaban y en el mismo sentido. La cerrazón se cura viajando pero no se necesita ir a lugares demasiado lejanos, únicamente caminando a otro bar y teniendo la firme voluntad de escuchar.

Y - como también pasa en todos los bares del país y en el país mismo - cuando se pasó de las noticias políticas a las deportivas todos sabían, sin la menor duda, a qué jugador fichar, a cual vender o en qué vuelta tenía que haber repostado Fernando Alonso en el Gran Premio de Hungría.

Alguno incluso llegó a proclamar, sin reírse, la necesidad de una guerra civil. Esta  propuesta hizo que a Cátulo se le saltaran las ganas de mandarlo a Siria una hora, una sola hora, para que conociera lo incomodo que es arrastrar una mochila a 50 grados y el inconveniente que supone el curioso empeño de los de enfrente por meterte una bala entre esos dos hemisferios que el etílico orador  no tiene la costumbre de usar antes de hablar.

Pero pensó que de fanfarrones están los bares llenos y se dedicó a leer el periódico del día anterior mientras saboreaba el café con leche y, al cual, se le había olvidado echarle azúcar.

La conversación de los impetuosos, dialécticamente hablando, clientes derivó hacia la política local y Cátulo, como buen ciudadano español, iba a terciar sin tener más conocimiento que el adquirido en el periódico atrasado que acababa de leer cuando un pin-pin le indicó que acababa de llegarle un mensaje al móvil
“A las 9 en la Plaza Rei Jaume I. Si nadie la conoce pregunta por la Plaza de los Palomitos”

Ya tenía una cita, sabía con quien, y, aunque no sabía para que,  sí sabía que alguien no llegaría a pagar los impuestos del año que viene. Sólo tenía dos dudas:

1.- ¿Quién sufriría una drástica perdida de salud en los próximos días?

2.- ¿Por qué le ponían un nombre a la plaza distinto al que todo el mundo usaba para referirse a ella?

Pagó y dejó atrás los gritos de los clientes para adentrase en la mañana que ya empezaba a ser húmeda y tórrida.


Quedaban dos horas para la cita y quería oír como resonaban sus tacones en las calles de Gandia, algo también muy peliculero pero con menos riesgos que subir por la noche a castillos abandonados pero que le proporcionaba el enorme placer de despertar con su toc-toc a aquellos que esperaban el ring-ring de sus despertadores.